lunes, 29 de marzo de 2010

Miradas en el set.


Así se las vió John Huston para rodar Moby Dick. No todo eran transparencias o maquetas. Foto de Erich Lessing, 1954.


John Huston y Monty Clift, esplendor en la hierba. Foto de Eve Arnold, 1960.

Le belle Belmondo y el espejo roto. Foto de Raymond Depardon.


Klaus Kinski regresando a la niñez, mientras apoya la cabeza en el vientre de ... Romy Schneider. Foto de Jean Gaumy, 1974.



Hombres, mujeres y simios esperan, cada uno a su manera, su turno. Foto de Dennis Stock, 1967.

La siesta de Rosslyn / Marylin. Foto de Eve Arnold, 1960


Elia Kazan en el rodaje de América, América. Foto de Constantine Manos, 1972.


Romy Schneider atrapando una pluma al vuelo. Foto de Nicolas Tikhomiroff, 1962.



Orson Welles malgastando tiempo y dinero. Foto de Nicolas Tikhomiroff, 1964.



Grace Kelly, una princesa en el camerino. Foto de Dennis Stock.




jueves, 25 de marzo de 2010

Un couple parfait (Nobuhiro Suwa, 2005).



Las películas de Nobuhiro Suwa que he podido ver -2 Duo (1997), M/other (1999) y Un couple parfait (2005), me faltan H Story (2001) y la única hasta ahora estrenada en España Yuki & Nina (2009)- giran siempre, obsesivas, sobre un mismo tema, la ruptura amorosa, que el realizador japonés observa en inquietante tiempo real: el desgaste de la vida cotidiana en común, cómo los sentimientos se vician al contacto con la rutina. Como los grandes autores, Suwa parece querer estar rehaciendo con cada film una misma obra. Consciente de sus limitaciones, y al igual que sus personajes, sus ficciones -si es que esa palabra tiene algún sentido en su cine- avanzan a base de impulsos, tentativas, sujetas a las mismas contradicciones que superan a sus actantes.

En Un couple parfait (Una pareja perfecta) Marie (Valeria Bruni-Tedeschi) y Nicolas (Bruno Todeschini) son un matrimonio con 15 años de vida en común a sus espaldas. Él es arquitecto. Ella ha dejado atrás sus aspiraciones artísticas en el campo de la fotografía. La pareja, que reside en Lisboa, llega a París para asistir a una boda, y en una cena anterior con unos pareja amiga, Nicolas les dice que han llegado a un acuerdo para divorciarse. Ellos se quedan sorprendidos. Nicolas y Marie, dicen, son para todos la pareja perfecta.
A partir de tan mínima trama, Suwa expone cómo dos personas que han compartido tantas vivencias y sentimientos llegan a un punto en el que no hay vuelta atrás y el afecto es vencido por la constatación de que ya nada es lo que fue. La erosión del tiempo en los sentimientos ha provocado en ellos el desconcierto y aunque se autoengañan pensando en que siempre habrá una nueva oportunidad, no queda nada de las ilusiones que crearon la pareja.

El método de trabajo del cineasta japonés es el de la creación conjunta mediante la libertad y la improvisación. Hace de sus actores tan autores como él de sus películas, dándoles ligeras indicaciones y fomentando en ellos la improvisación. Un couple parfait se rodó en París en apenas once días con una cámara digital. Ello no es óbice para que la planificación visual resulte esquisita. Hay momentos en los que los planos parecen congelarse y transformarse en verdaderos cuadros de la desolación.
La película está hecha de pocos planos, casi siempre estáticos y larguísimos. Los movimientos de cámara no existen o son apenas perceptibles la mayoría de las veces. Hay un juego muy conseguido con el fuera de campo en los diálogos, un esplendido sonido directo en el que oimos hasta respirar a los actores. La cámara les espera, y son sus cuerpos los que entran y salen de plano, a veces utilizando magníficamente el recurso de la puerta que les separa. Suwa filma a Nicolas y Marie desde la distancia, como si no quisiera inmiscuirse en sus asuntos, muchas veces desde el otro lado de esa puerta que les separa en la habitación del hotel y que viene a simbolizar el estado de su relación. Solamente en algún momento aislado que el director quiere remarcar, su cámara cierra el foco sobre los rostros y abandona su estatismo. Otra característica son los bruscos fundidos a rojo sin que cambie la escena, que llegan a incomodar y cuyo significado se me escapa. Producen en el espectador un efecto de extrañeza. Es como un larguísimo parpadeo mirando al sol.
El director japonés opta por un radical despojamiento con el que el espectador/a pueda construir con su experiencia su propia película. Nada sabemos acerca de la relación entre Nicolas y Marie. Sus conversaciones no pasan de los monólogos entrecortados de ella y los silencios de él. Sus desencuentros son constantes. Nobuhiro Suwa, que se reconoce devoto de Renoir, Godard, Eustache Garrel, y sobre todo de Rossellini, hace en Un couple parfait una especie de reescritura de Te querré siempre del maestro italiano. La visita de Marie (colosal Valeria Bruni-Tedeschi) al Museo Rodin de París está filmada de la misma forma que Rossellini captaba a Ingrid Bergman paseando entre las esculturas del Museo Antropológico di Capodimonte en Nápoles. Las dos mujeres buscan el el Museo algún tipo de consuelo pero el contraste entre el Arte y la realidad sólo les provoca más tristeza y desconcierto.
El final de Un couple parfait , en la estación, igual que los finales de 2 Duo y M/other, con ese atisbo de reconciliación puede resultar algo desconcertante y contradictorio, como contradictorios son muchas veces los sentimientos de Nicolas y Marie. La maleta de Marie se va con el tren, pero ella no sube. Nicolas se queda frente a ella en silencio. Ninguno de los dos sabe qué decir. El plano se alarga hasta la incomodidad... No hay happy end, sólo la fragilidad que anida en el inútil autoengaño de los sentimientos.





martes, 23 de marzo de 2010

Las horas del verano (Olivier Assayas, 2008)



Una gran casa de campo, con mucho terreno verde alrededor, pura naturaleza. Dentro contiene una importante colección de objetos de arte y muebles, legado de Paul Berthier, tío de Hélene, la matriarca familiar.
Tres hermanos: Adrienne (Juliette Binoche), diseñadora instalada en New York con su novio americano (Kyle Eastwood, hijo de Clint); Jérémie (Jérémie Renier) el pequeño, ejecutivo en una multinacional, al que acaban de renovar su contrato para trabajar en China y debe trasladarse con su mujer y tres hijos; Frédéric (Charles Berling), el hermano mayor, vive en París, tiene dos hijos adolescentes, y es economista y escritor.


En la casa donde transcurren las horas del verano habita Hélene (Edith Scob) y su asistenta Eloise. Cuando aquella fallece repentinamente, el verano termina, y con él otras cosas desaparecen. La casa donde todos coincidían en el tiempo estival ya no tiene el mismo sentido para los hermanos. Frédéric, cumpliendo la promesa que le hizo a su madre, prefiere conservar el lugar para transmitírselo a los niños. Para él la casa representa lo mejor de su pasado: los veranos de su infancia, el lugar de reunión de toda la familia en el que ha visto crecer a sus hijos y sobrinos, el legado artístico lleno de vida y recuerdos que se apelotona en armarios y mesas. Mientras los otros dos hermanos, son partidarios de vender la casa y las obras de arte pues al residir en New York o Shangai no podrán disfrutarla

De lo que nos habla Assayas es de las complejas relaciones entre hermanos que se quieren y respetan sus distintos pareceres, que comparten un pasado común y unas vivencias, pero que llevan vidas distintas, rumbos distintos, intereses distintos. Nos habla de la desaparición de un mundo y una forma de entender la vida, con la muerte de Hélene; del advenimiento de una nueva concepción, el mundo globalizado, con la significativa pérdida de raices de sus individuos, la generación de los hijos -Adrienne y Jérémie-, pero también la generación de los nietos, para los que la casa familiar es sólo un recuerdo más, satisfechos ellos en su modo de vida consumista, despreocupado y sin valores, aunque al final Sylvie, en un momento de lucidez y nostalgia, reconozca la importancia de lo que se va perder con la venta de la casa.


De la película de Assayas también podemos extraer la idea de que, más allá de hablarnos del desmoronamiento familiar, de lo que nos está advirtiendo, es de la decadencia definitiva de cierto modus vivendi, de una cultura con mucha historia, la europea, que ha dejado de ser la que tira del carro en el universo globalizado en que nos ha tocado en suerte vivir.


Podría parecer que Las horas del verano es un canto elegíaco a la tradición en detrimento de los nuevos tiempos. Pero en la película no hay buenos ni malos, ni siquiera hay enfrentamiento. Los motivos de unos y otros son entendibles. Esa herencia que para Fréderic es una manera de seguir viculado a su pasado, para Adrienne y Jérémie puede ser una carga, o un modo de obtener ingresos para comprar otra casa. Fréderic se resiste a lo irremediable, los vientos de la Historia van en otra dirección.




Se pueden destacar algunos momentos en el discurrir fluido y sereno de estas horas del verano:

  • La elipsis sobre la muerte de Hélene: después de haberse marchado hijos y nietos la casa queda en silencio. En plano medio vemos a Hélene de espaldas subiendo las escaleras que desde el jardín dan acceso a la casa. Hay algo en este plano que presagia su despedida del mundo. Después la vemos sentada en la penumbra. Eloise, la asistenta, le pregunta si necesita algo. Ella contesta que no, sólo está cansada. En la siguiente escena vemos a Fréderic realizando los trámites para el entierro.


  • Fréderic, el único de los personajes que está en contra de desprenderse de la casa, se ve obligado a tratar con los compradores al ser el que vive en Francia. Reunido en casa con sus hermanos y después de tomar la decisión de vender la casa, Fréderic llora en silencio, sentado en la cama de espaldas a la cámara, en la penumbra de una habitación. Su mujer se acerca a la puerta y le pregunta si está llorando. Él le contesta que no.


  • La casa ha sido vendida y está vacía. Eloise se acerca y desde fuera por las ventanas observa las dependencias sin vida. La cámara le sigue desde dentro. La casa familiar pasa de ser un lugar cargado de memoria a un simple espacio vacío. Los objetos han ido a parar al museo y han sido desprovistos de su relación con su lugar y su tiempo concretos -p.e. los jarrones art decó que dieron vida a las flores de la casa-.

Es una película de apariencia sencilla, de pausada y transparente narrativa, sin ningún afán de trascendencia, pero que si la dejamos reposar, vuelve a nosotros haciéndonos muchas preguntas, dejándonos muchos cabos de los que tirar, y reflexionar e interrogarnos a nosotros mismos y a la sociedad en la que vivimos. A pesar de ser un film "muy francés" esas reflexiones se pueden extrapolar perfectamente a nuestras vidas, a nuestro entorno.



Las horas del verano se abre y se cierra con dos secuencias en los exteriores de la gran casa. En la bella escena de inicio los niños de diferentes edades juegan por entre los bosques y jardines. En la mesa del jardín hijos y nietos se reunen en el 75 aniversario de la abuela. Entre la comida y las entregas de regalos vamos conociendo a los personajes. En la secuencia final, con la casa de campo ya vendida y vacía de muebles, ésta se convierte en escenario de una concurrida fiesta organizada por Sylvie, la hija mayor de Fréderic. Si en la secuencia de apertura la planificación es pausada, con la cámara "paseando" por los lugares y los rostros, en esta secuencia final una "nerviosa" cámara en mano recoge la diversión de los jóvenes, fumando y bebiendo, sus bailes, su música a todo volumen.
Al final de la película Sylvie y su novio se alejan de la casa y allí en plena naturaleza ella siente una pizca de nostalgia cuando los recuerdos de infancia le vienen a llamar. Assayas afirma en una entrevista que la esperanza en la juventud expresada a través de Sylvie, tiene que ver con la idea de que lo esencial, que es lo inmaterial e invisible, ha sido transmitido, y sobrevivirá a través de las nuevas generaciones. Toda la película tiende a ese momento de revelación.



domingo, 21 de marzo de 2010

La música del azar: Coralie Clement "C'est la vie".




La hermana de Benjamin Biolay se nos ha hecho mayor. Ocho años después de su debut, "Salle des pas perdus", entrega "Toystore", un disco cuyo título hace referencia a la cacharrería exóticodoméstica (ukelele, melódica, baby Farfisa ...) y a los instrumentos de juguete que se ponen al servicio de su voz frágil y sexy. La idea es de Benjamin Biolay, productor, compositor y arreglista del disco, quien le propuso un día usar como instrumentos los juguetes de su hija.

Para Coralie " la sutileza es más importante que la técnica. Odio las voces técnicas. Odio a Celine Dion". Bien dicho. Cuanto daño están haciendo a la música los concursos de televisión tipo OT.

"C'est la vie" es un hit certero, de ritmo juguetón, una bossa-chanson-pop en la que la Clement suena evocadora, tierna y dulce, sin que el azúcar empalague. Con su voz sedosa y embriagadora nos dice que"Es la vida, es la vida que llevamos / ansiolíticos y cafè crème".

Y además, como dijo aquel, ¡es que es lindísima!. Música ideal para los domingos por la mañana.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Los sueños y la imaginación, inútil antídoto de la locura.

Leolo (Jean-Claude Lauzon, 1992)



Leolo: Mi abuelo, sin ser un hombre malo, ya había intentado matarme. Recuerdo que no me asusté ... y que soñé con la hermosura del tesoro.. A lo mejor era porque ya estaba muerto. Sobre todo recuerdo la blancura de esa luz ... que vi por primera vez.

( ... )
Leolo: No quiero quedarme en este cementerio de muertos vivientes. Pero mis dedos del pie me recuerdan que estoy aquí. Salen de un agujerito en el extremo de mi manta. Cada día, sin que yo mismo me de cuenta, consigo asomar un dedo más que el anterior. Mañana asomaré mi pie entero. Y mi pierna. Y pronto será mi cuerpo. He de abandonar esta vida, antes de estrangularme con este agujero.

sábado, 13 de marzo de 2010

Chunking Express (Wong Kar-wai, 1994)







1ª parte. 57 horas después me enamoré de esta mujer.
Policía nº 223.


Ritmo, camara rápida, ralentí.
Latas de piña que caducan el 1 de Mayo.
Su novia se llama May y no le llama.
Femme fatale de peluca rubia, gafas oscuras y gabardina.
Reggae en la jukebox.
Correr mucho para sudar y no quedar agua en el cuerpo para derramar lágrimas.






2ª parte. Seis horas después se enamoró de otro hombre.

Policía nº 663.


"California dreamin", Mamas & The Papas.
Absurdo romanticismo arrebatador.
Ensalada Midnight Express para la novia azafata.
Faye, la chica del pelo corto, juega, con un avión, a cambiar los recuerdos.
Hablar a los objetos para aplacar la soledad.


¿Dónde quieres ir?
A donde tú quieras llevarme.


FIN.



Chunking express.

El desamor, el amor imposible.

Wong Kar-Wai.



jueves, 11 de marzo de 2010

Romy Schneider. Lo importante es amar.



Fotos de Giancarlo Botti, París, 1974








De ojos tristes, brillantes y enigmáticos, Romy Schneider poseía un encanto especial al que era difícil resistirse. De la jovencita empalagosa y cursi, niña prodigio del cine alemán con la serie de películas sobre Sissí, pasó a convertirse, en una espectacular metamorfosis, en una de las más fascinantes mujeres del cine europeo. La que empezó siendo una princesa de máscara permanente, de brillo internacional y desorbitada fama, luchó denodadamente después para cambiar aquella imagen que otros habían construido de sí misma. Y supo convertirse en una actriz capaz de interpretar a mujeres de verdad. Además de una belleza cautivadora fue una actriz de gran sensibilidad, que mereció mejores películas que las que le ofrecieron.

La nueva Romy otorgaba a sus personajes (generalmente burguesas, con heridas en el alma) un desgarro interior, una tristeza, que parecía provenir de su propia, y problemática, experiencia afectiva. En una entrevista afirmó: Soy una mujer desgraciada porque confundo la vida con las películas, o, Siempre me lo juego todo, llevo las cosas hasta las últimas consecuencias, me entrego y amo con todo mi corazón.

En 1981 su hijo de 14 años murió en un terrible y absurdo accidente. Romy nunca lo superó. Al año siguiente la encontraron muerta una mañana en su apartamento de París. Oficialmente se trataba de un paro cardíaco, aunque los rumores de suicidio se dejaron oir al recordar la depresión en la que estuvo sumida en sus últimos meses. Sus más allegados dijeron que sencillamente murió de pena.






lunes, 8 de marzo de 2010

El hombre tranquilo (John Ford, 1952)



Es un auténtico placer revisitar The Quiet Man, obra maestra del maestro John Ford. Es una de esas películas que, como Hatari de Howard Hawks, he visto tantísimas veces, y siempre es una gozada volver a ellas. Tiene algo hermoso, está hecha de puro lenguaje cinematográfico. La narración es limpia, sin artificios, utilizando siempre los recursos narrativos más eficaces. A pesar de su aparente facilidad se trata de una película meticulosamente construida. La riqueza de los gags, la sabiduría en la descripción de gentes y ambientes, la sensualidad con la que se recrean unos paisajes de seductora belleza, el magistral uso de la música y ls canciones irlandesas, otorgan e El hombre tranquilo el honorífico título de Gran Poema Cinematográfico de la Historia del Séptimo Arte.


John Ford nos cuenta la historia de amor entre Sean Thornton y Mary Kate Danaher, pero tan protagonista como ambos es la utópica Irlanda fordiana y sus pasiones: la bebida, la religión , el juego, la música ... y las peleas. A Ford no le interesa para nada retratar una realidad. Es su Irlanda soñada, concebida como un paraíso perdido, un sueño imposible, un cálido refugio para los tiempos duros. En esta arcadia todavía se puede recobrar la inocencia, no existen las dobleces, y florece la camaradería entre hombres, tema recurrente en el cine de John Ford.


El hombre tranquilo es una comedia romántica, una de las Grandes Historias de Amor del Cine. Es también la historia del reencuentro de Sean Thornton con sus orígenes, con lo que él es y lo que desea ser. El personaje de John Wayne, que un día decide abandonar su vida en Estados Unidos (del trabajo en los altos hornos al boxeo) y retornar al lugar que le vió nacer en busca de la más genuina de las aventuras, la búsqueda de las propias raíces, puede verse como una versión fordiana del Ulises de la mitologia griega, y el propio director nos da una pista sobre ello. Su carácter homérico no sólo está en la referencia humorística que hace Michaeleen Flynn (Barry Fitzgerald) cuando exclama: "homérico" en una divertida escena de la película, palabra que repetirá dos veces más, en otros momentos. Ese retorno a la ancestral Itaca de Innisfree tiene sus obstáculos que el forastero yankie debe salvar - en forma de rígidas y antiguas costumbres y formas de hacer- si quiere dejar de ser un extraño en la comunidad.


Pero, volvamos a la historia de amor entre sean y Mary Kate, John Wayne y Maureen O'Hara, una pareja con una química cinematográfica impresionante. El amor aparece de inmediato, como una visión, con la aparición bucólica ante Sean de una Mary Kate llevando un rebaño de ovejas por los verdes pastos. A partir de ahí será esencial en el desarrolo de su relación el juego de miradas, la comunicación no verbal entre ambos. Pocas veces he visto en el cine tanta intensidad comunicativa en un intercambio de miradas como cuando Mary Kate y Sean se cruzan por primera vez después de que su hermano Will se negara a concederle a él la mano de ella. Hay en los gestos y miradas una tensión erótica que pasa por encima de convencionalismos y tradiciones, y que se manifiesta, hermosa, en dos secuencias inolvidables: en la primera, Sean entra en la que fue su vieja casa que acaba de comprar a la viuda Tillane, y se la encuentra limpia y con la chimenea encendida. Mary Kate está escondida, y cuando intenta salir Sean la coge bruscamente, la estrecha en sus brazos y la besa. La segunda comienza con la fuga en bicicleta de Sean y Mary Kate, con lo que supone de ruptura de las tradiciones y de excitante transgresión adolescente por parte de los dos enamorados. La escena de amor con que finaliza esta secuencia es de un erotismo revelador. La pareja se refugia de la súbita tormenta en un cementerio anejo a una iglesia. Sean se despoja de la americana para ofrecérsela a Mary Kate. La lluvia empapa su blanca camisa que se adhiere a la piel. Se abrazan y se besan como dos jovencitos que están haciendo algo prohibido en un lugar prohibido. La atmósfera mágica y misteriosa, la naturaleza que se muestra con fuerza (el viento, la lluvia, los relámpagos), la sensualidad de los besos y los abrazos, crean una hermosa sensación de lúdico erotismo.

Y luego están los actores secundarios, esos fantásticos secundarios de la familia fordiana con los que el director se sentía a sus anchas para trabajar seguro. El irlandés Victor McLaglen interpretando a Will Danaher, que es como un ogro que no es del todo malo, con la gracia de los cómicos del cine mudo. El cura católico Lonergan, más interesado en pescar al salmón Arthur y en las conspiraciones amorosas de la comunidad, que en asuntos propiamente religiosos, interpretado por War Bond, un actor visto tantas veces en películas de John Ford. O la rica viuda Tillane, en la piel de Mildred Natwick que estaba especializada en papeles de ricas solteronas. Y por último, Michaeleen Flynn a quien Barry Fitzgerald presta su físico peculiar, un borracho vocacional, además de controlador de apuestas, casamentero, guardián celoso de las ancestrales tradiciones, ... entre otras cosas, irrepetible.

Y está también ese fascinante paisaje irlandés, en colores intensos, luminosos, fotografiados espléndidamente por Winton C. Houch: verdes prados, pastos salpicados de rudas construcciones de piedra y techos de paja, riachuelos de límpidas aguas cruzados por antiquísimos puentes ... una Irlanda teñida de bucólico erotismo.

Y para acabar, ahí va una de rumores y cotilleos. Se dice que en el rodaje de El hombre tranquilo John Ford soñaba con tener en sus brazos a Maureen O'Hara cuando le decía a John Wayne: Bésala con más pasión o Aprétala contra tu pecho con más fuerza. También se decía que el cambio del nombre de la protagonista en el guión original por el de Mary Kate era un homenaje al que fuera uno de los grandes amores frustrados de Ford y fiel amiga suya, Katherine Hepburn.

Como complemento a la (re)visión de El hombre tranquilo no está de más ver Innisfree (1990) de José Luis Guerín, el documental homenaje en el que se recorren los lugares en que se rodó The Quiet Man, se recrean la música y el ambiente de Irlanda y se habla con los sucesores reales de aquellos personajes de ficción.

jueves, 4 de marzo de 2010

martes, 2 de marzo de 2010

Robert Ryan, el rostro impenetrable.



Robert Ryan nunca tuvo en Hollywood el status de estrella. Era lo que ellos llamaban un actor de carácter, un tipo eficiente, válido, con el que se podía contar para todo tipo de proyectos. Pero más allá de ese reduccionismo, Robert Ryan era un actor de talento, un hombre de imponente físico, 1'92 de estatura, con el desengaño marcado en los surcos de su rostro. Un rostro poco expresivo, de rasgos duros, que en muchas ocasiones ocultaba bajo esa capa de dureza una personalidad vulnerable repleta de inseguridades. Todo esto le vino como un guante para ponerse en la piel de algunos de los tipos duros que se pasearon por las historias del Hollywood de posguerra. Eran seres amargados por hechos del pasado, incapaces de confiar en el género humano: como el policía violento de On Dangerous Ground (Nicholas Ray, 1951) o el bebedor solitario de Class by Night (Fritz Lang, 1951). Paseó su rostro y su figura cansada por el noir, el cine bélico y el western y tambien en menor medida el melodrama (reseñable Caught de Max Ophuls). Estuvo memorable en una de las mejores muestras de cine bélico de Hollywood, La colina de los diablos de acero de Anthony Mann. Durante la última época de su carrera se especializaría en films de guerra como El día más largo (1962), Doce del patíbulo (1967) o La batalla de Anzio (1968). Con Anthony Mann trabajó en uno de sus mejores westerns, Colorado Jim (1953), en el papel del villano que James Stewart debe entregar a la justicia. Posteriormente cuando el western clásico ya había dejado de existir, rodó el magnífico neowestern de corte político Los profesionales (Richard Brooks, 1966) y el violentísimo Grupo salvaje de Sam Peckimpah en 1969.
Robert Ryan entró en el cine en 1940 cuando ya había cumplido los treinta años. Había sido campeón de boxeo en la Universidad y estuvo en los Marines en Segunda Guerra Mundial. Su primer papel importante fue en Encrucijada de odios (1947) a las órdenes de Edward Dmytrik, director también de su película de debut, en el papel de un ex-soldado furiosamente antisemita por el que sería nominado al mejor actor secundario. 1973 sería el año de su retirada del cine, también el año de su muerte.