Leído en el muy recomendable blog de Xavier Vidal Cinoscar & Rarities:
Es un gustazo ver una película. La gente no lo suele entender, pero concibo el cine como una experiencia un tanto egoísta. La pantalla y yo: esos son los protagonistas. Hubo un tiempo que buscaba esas sesiones en las que las salas parecen quedarse desiertas: en términos cinéfilos, horarios matinales o primeras sesiones. Hay sin duda mucha gente totalmente adicta al atractivo de la sala de cine vacía. Ver una película solo, a oscuras, es casi un acto de rebeldía, y más cuando la sala de al lado cuenta con gente entre sus butacas. En esos momentos sólo se oye el crepitar de las imágenes. El cine debe ser un lugar de sosiego, y los fotogramas de la pantalla la única y más importante acción. Es como viajar solo. En esos momentos, si la dicha es buena y la película acompaña, la conexión entre lo visto y nuestros ojos puede ser total. Todo sin que la señora de dos filas más abajo vaya replicando cada decisión o frase de la protagonista (eso me ocurrió con Babel). Sin que tengamos que ver cómo algunos espectadores abandonan la sala al comprobar que esperaban otra historia. Sin aguantar a niños ni mayores, ni el crujido de las palomitas o el molesto sonido que deja la pajita del refresco cuando la lata ya está vacía. Ni qué decir del ritmo que deja masticar chicle. Nunca he podido ver y comer. En el cine reflexiono, no por obligación ni por oficio, sino de manera involuntaria. No concibo el cine de otra manera. Hace poco me preguntaba por qué siempre recuerdo en qué cine e incluso en qué sala de ese cine vi una u otra película. Puede que me guíe por un instinto friki que soy incapaz de dominar ni describir, pero también me mueve el respeto que tengo hacia la sala de cine. Como espacio y como modo de vida. Porque cada sala tiene su arquitectura y su magia. Ver una película en la sala 1 o en la 3 deja de ser algo casual para contener todo el sentido del mundo. Y como la sala es un lugar de culto, aun a sabiendas de que soy el único espectador presente, no puedo tumbarme, poner las piernas en los respaldos contiguos o similares. Hay otra certeza que, en el fondo, me aterra. Creo que las mejores películas de los últimos años las vi solo, o al menos con muy poca gente en la sala de turno. Porque la sala de cine vacía se llena, paradójicamente, de anécdotas. Esa sesión de Dogville con 10 personas, aunque yo fui el único que vio el final. El pase de Caché, en el que los cuatro gatos que habíamos madrugado ese domingo de febrero gritamos al unísono cuando Maurice Bénichou se corta el cuello con una navaja. Y así hasta infinidad de tramas, algunas más complejas que las que en su día ideó el guionista o director. La sala de cine vacía es un lujazo...
Pero una sala de cine vacía, irremediablemente, es síntoma de que algo ha sucedido. ¿Qué sentido tiene ver una película sólo, si la modernidad ya ha traido consigo los home cinema a nuestras casas? A veces pienso que por cada sesión sin entradas vendidas, alguien pierde su puesto de trabajo. Ha fallado el marketing, la película no ha sabido encontrar su público potencial o las cintas 'de al lado', las de las salas colindantes, han ejercido un poder catalizador de público. Porque, si cada semana se estrenan infinidad de títulos, es casi un defecto del sistema que los multicines tengan salas vacías. A veces, y aunque nos pese a los que somos cinéfilos, hay películas que no pueden ni deben salir de las grandes capitales, ya que cualquier intento por llenar la cartelera de cines más modestos acaba en la incomprensión del público (por este motivo, no podré ver Biutiful o Neds hasta el año que viene). Hay que educar al público a ver cine, y no parece que el entorno perfecto sea una sala vacía. Pero no hay nada que se pueda predecir ni un cine que esté predestinado a la sala vacía: no tardaríamos demasiado en citar grandes producciones que acabaron sin pena ni gloria y propuestas más modestas que estuvieron semanas y semanas en cartel. Sea como sea, una sala de cine vacía debería entenderse como un mal común que repercute a todos, un atentado contra la cultura y, sobre todo, una imagen triste que es también la estampa que define la crisis de toda la indústria cinematográfica. Por eso, cada vez que termino de ver una película en una de esas salas solitarias, pienso que la película ha quedado en la sala, sin generar un boca a oreja. Si al final las obras maestras las decide el gran público, es muy probable que genialidades que se han proyectado sin público pasen al anonimato. Aunque la historia también está llena de títulos incomprendidos que han llenado salas, pero solo posteriormente, incluso años después de su estreno (el caso de Blade Runner, que en el verano del 1982 perdió la guerra de crítica y público frente al éxito de E.T.). En resumen, la sala vacía de cine tiene su encanto y no deja de ser un reflejo tétrico de un problema mayor. Imposible no quererla, imposible no odiarla. Una contradicción, lo dicho.
Xavier Vidal de las Heras
2 comentarios:
me gusta tal cual se describe esa experiencia de vivir el cine,verdaderamente,es un tú a tú entre la pantalla y el espectador,así es en última instancia,incluso si vas acompañado/a.
saludos!
La sala de cine vacía es el lujo máximo. Para mí una mansión, una casa lijosa lo era cuando la pensaba con sala de proyección privada, con su proyector y su operador pasándome la película adecuada a horas intempestivas.... Por eso un cine vacío para mí, y yo frente a la pantalla en total soledad, es la consagración de un sueño de grandeza que tampoco me quita el sueño.
Ahora, eso sí, no soporto las macrosalas multitudinarias de palomitas y nachos en aparcaderos de personas, sucias y ruidosas, llenas de adolescentes de periferia de nuevos ricos....
Soledad en la sala, real o con posibilidad de pensarla....
Saludos
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