miércoles, 21 de julio de 2010

Carta breve para un largo adiós, de Peter Handke.

Fragmento final de la novela Carta breve para un largo adiós, de Peter Handke
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John Ford, el director de cine, tenía entonces setenta y seis años, y vivía en su casa de Bel Air, no lejos de Los Angeles. Desde hacía seis años no había rodado ninguna película. La casa es de estilo colonial, y él se sienta, generalmente, en la terraza, y habla con sus viejos amigos. Para los visitantes hay sillones de mimbre colocados en fila, que tienen delante pequeños taburetes para los pies, cubiertos de mantas indias. Cuando la gente se sienta allí y habla empieza pronto a contar alguna historia.
John Ford tenía el pelo blanco y el rostro arrugado, con blancos cañones de barba aquí y allá. Llevaba un parche negro sobre un ojo, y con el otro miraba sombríamente, mientras se manoseaba las arrugas del cuello por debajo de la barbilla. Vestía una chaqueta azul marino y anchos pantalones caqui y calzaba unos zapatos de lona claros, con gruesos tacones de goma. Cuando hablaba, incluso sentado, conservaba las manos en los bolsillos de los pantalones, no hacía ninguna clase de gestos. Tan pronto como había terminado una historia giraba totalmente la cabeza hacia donde estábamos Judith y yo, hasta que podía vernos con su único ojo. Tenía la cabeza grande y el gesto adusto, y no sonreía nunca; junto a él se ponía uno serio aunque hubiera que reirse con sus historias. A veces se levantaba y le echaba a Judith vino tinto de California. Más tarde salió de la casa Mary France, su mujer, que, como él, procedia de la costa oriental, del estado septentrional de Maine; era, como él, hija de inmigrantes irlandeses, y le escuchaba lo mismo que nosotros. Desde la terraza en sombra, se miraba hacia la luz; por todas partes ascendían nubes de tormenta.
-- En el pueblo de mis padres en Irlanda, hay una pequeña tienda -dijo John Ford- donde, de niño, cuando compraba algo, recibía siempre como cambio caramelos, que tenían ya preparados en un cubo. Hace algunas semanas estuve allí otra vez, la primera desde hace más de 50 años, y quise comprar puros en la tienda ¿y qué diréis que pasó? ¡Metieron la mano en un cubo que había bajo la caja y me devolvieron caramelos! --
John Ford repitió muchas cosas sobre América que yo había oido ya en el viaje, de Claire y de otros; sus opiniones no eran nuevas pero contaba historias que las ilustraban y explicaba como habían llegado a formarse esas opiniones. A menudo cuando se se preguntaba sobre algo en general, daba un salto mental y se refería a detalles, sobre todo a personas concretas. Al preguntarle cosas sobre América recordaba siempre personas que había conocido. Nunca formulaba juicios, sólo repetía textualmente lo que habían dicho y lo que le había pasado con ellas. Tampoco nombraba más que a sus amigos.
-- Es insoportable estar enemistado con alguien -dijo John Ford-. De repente el otro pierde su nombre, y se convierte en una simple imagen, su rostro queda envuelto en sombras y se hace impreciso, deforme, y sólo lo podemos mirar fugazmente, de abajo a arriba, como si fuéramos ratones. Cuando tenemos un enemigo, nos repelemos a nosotros mismos. Y sin embargo, siempre hemos tenido enemigos ...
-- ¿Por qué habla siempre en plural? -le preguntó Judith.
-- Los americanos hablamos así, auque sea de nuestros asuntos privados -respondió John Ford-. Quizá se deba a que, para nosotros, todo lo que hacemos forma parte de una acción pública común. Sólo se cuentan historias en 1ª persona cuando uno representa a todos. No utilizamos el yo con tanta solemnidad como vosotros. En vuestro país incluso la vendedoras que venden cosas que no les pertenecen en absoluto, dicen: ¡Se me acaba de terminar! o ¡todavía me queda una camisa de cuello de cosaco!. Me ha pasado a mí mismo, de veras me ha pasado -dijo John Ford. Por otra parte, os imitáis tanto los unos a los otros y os escondéis tanto detrás de los otros que hasta las criadas responden al teléfono con la voz de la señora -dijo-. Decís siempre "yo", y sin embargo, os sentís halagados si os confunden con otro. ¡Y encima pretendéis ser totalmente inconfundibles!. Por eso estáis siempre enfurruñados, y os sentís ofendidos. Cada uno es alguien especial. Aquí en América, nadie se enfurruña y nadie se encierra en sí mismo. No suspiramos por la soledad: uno se vuelve despreciable cuando está sólo, no se ocupa más que de sí mismo y cuando además sólo habla consigo mismo tiene que dejar de hacerlo después de las primeras palabras.
-- ¿Sueña usted a menudo? -preguntó Judith.
-- Casi nunca soñamos ya -dijo John Ford-. Y si lo hacemos se nos olvida. Como hablamos de todo, no nos queda nada para soñar.
-- Háblenos de usted mismo -dijo Judith.
-- Siempre que tenía que hablar de mí mismo, me parecía que era demasiado pronto para ello -respondió John Ford-. Mis experiencias no estaban suficientemente lejanas. Por eso me gusta hablar de lo que otros han vivido antes que yo. También he preferido hacer películas que sucedían en una época anterior a la mía. Rara vez echo de menos lo que he vivido por mí mismo, pero siento gran nostalgia por las cosas que nunca he podido hacer y por los lugares en los que no he estado. (...)
Miró hacia abajo, al valle donde el último sol brillaba todavía a través de las hojas de los naranjos.
-- Cuando veo moverse así las hojas y el sol brilla a su través tengo la sensación de que se mueven de ese modo desde hace una eternidad-dijo- y cuando la experimento me olvido completamente de que existe una Historia.
-- Pero los naranjos son cultivados, no naturales ... -dijo Judith.
-- Cuando el sol brilla a través de ellos, jugando, me olvido de eso -dijo John Ford-. Y también me olvido de mí mismo y de mi presencia. Entonces quisiera que nada cambiase, que las hojas siguieran moviéndose siempre, que no se recogieran las naranjas y que todo continuase tal como es.
-- ¿Le gustaría también que los hombres continuaran viviendo tal como han vivido siempre? -preguntó Judith.
John Ford le lanzó una mirada sombría.
-- Sí -dijo-, eso quisiéramos. Hasta hace un siglo las personas que detentaban el poder se preocupaban del progreso y de su implantación. En los tiempos modernos, hasta hace poco, las ideologías salvadoras salían siempre de quienes tenían el poder: los príncipes, los magnates de la industria, los benefactores ... Sin embargo, los poderosos no son ya benefactores de la Humanidad, todo lo más, se comportan como si lo fueran en casos aislados, y únicamente los pobres, los desposeidos y los impotentes imaginan cosas nuevas. Los únicos que podrían cambiar algo no se preocupan ya, y por eso todo debe seguir siendo como antes. (...)
Una ama de llaves india salió apoyándose en un bastón y le echó una manta por las rodillas.
-- Ha aparecido en algunas de mis películas -dijo John Ford-. Quería convertirse en una verdadera actriz, pero no puede hablar, es muda. De manera que se convirtió en funámbula. Luego se cayó, y entonces volvió a mí. Sobre la maroma se sentía muy bien. Le parecía como si de repente pudiera hablar. Todavía ahora coloca los pies como si anduviese por la cuerda floja. (...)
Nos llevó a su alcoba y nos señaló el montón de los guiones de cine que le seguían mandando.
-- Aquí hay historias hermosas, sencillas y claras. Son historias que hacen falta.
Su mujer estaba en la puerta, detrás de nosotros; él se volvió y ella sonrió. El ama le trajo café en un jarro de hojalata y él bebió levantando la cabeza; de las orejas le salían mechones de pelo blanco, y tenía la otra mano en la cadera. Su mujer se acercó y nos mostró las fotos de la pared: en una se veía a John Ford dirigiendo una película en un sillón de director en forma de equis, con una máscara de apicultor en la cabeza: había algunas personas de pie o sentadas a su lado, también con máscaras encasquetadas, y a sus pies tenía un perro de orejas caidas; en la otra foto acababa de terminar otra película: tenía una rodilla en tierra y sostenía un trípode, y los actores lo rodeaban con la cabeza inclinada hacia él; uno de ellos apoyaba una mano en la cámara, como si la acariciase.
-- Ese fue el día en que se acabó de rodar The Iron Horse -dijo John Ford-. Trabajaba en la pelicula una joven actriz, que lloraba todo el tiempo. Cuando dejaba de llorar le secaban las lágrimas, pero entonces se acordaba de sus penas y comenzaba a llorar otra vez.
Miró por la ventana y seguimos la dirección de su mirada: se veía una colina cubierta de hierba y matorrales en flor, un camino serpenteba en torno a ella hasta su cima.
-- En América no hay caminos, sólo carreteras -dijo John Ford-. Yo he construido ese camino porque me gusta pasear al aire libre.
Sobre la cama había una manta de la Marina y encima de ella, en la pared, colgaba un cuadro de la Madre Bernini, la primera santa de América, sobre la que una vez quiso hacer una pelicula.
Su mujer cogió el acordeón que había en el cuarto y tocó Greensleeves . La india trajo sobre una bandeja rebanadas de pan de maiz calientes, untadas de mantequilla. Comimos y miramos por la ventana.
-- Se nos empiezan a ver ya las orejas de cerdo bajo la piel -dijo John Ford, de pronto-. ¿Me quiere acompañar un rato?
Le ofreció a Judith el brazo y subimos a la colina. El camino estaba cubierto de un polvo claro; caían ya algunas gotas de lluvia, y donde rebotaban el polvo se contraía en pequeñas bolas. John Ford hablaba. Cuando alguno de nosotros se quedaba atrás, se detenía, porque no quería hablarnos desde arriba. Habló de sus películas y repitió una y otra vez que las historias que contaba eran ciertas.
--Nada es inventado-dijo-. Todo ha ocurrido realmente.
Nos sentamos en la cima de la colina sobre la hierba, y miramos al valle, allí abajo. Encendió su puro con una larga cerilla de cocina.
-- Me gustaría estar siempre con alguien -dijo John Ford-, y me gustaría también marcharme siempre el último de una reunión, porque no quiero que ninguno de los que se quedan me critique y quiero impedir también que se critique a los que se marchan. Así he rodado también mis películas.
Sobre la colina que había enfrente, relampagueaba ya. La hierba a nuestro alrededor estaba crecida y el viento la recorría a veces con sombras claras y oscuras. Las hojas de los árboles se volvieron, y centellearon como marchitas. Durante un rato no sopló el viento. Luego susurró detrás de nosotros un arbusto mientras todos los demás permanecían inmóviles. Todo se aquietó entonces, no hubo ningún movimiento, era una calma larga y duradera, y de repente a nuestros pies, murmuró otra vez la hierba. Guiñábamos los ojos, y a nuestro alrededor había oscurecido, y los objetos estaban muy cerca de suelo. El aire se hizo denso. Delante de nosotros estalló una gruesa araña amarilla, que hacía un segundo estaba sobre la hoja de un matorral. John Ford se limpió los dedos en la hierba, y al hacerlo dió la vuelta a un anillo de sello, como si quisiera realizar algún encantamiento. En el dorso de la mano sentí un cosquilleo. Miré, y vi una mariposa que cerraba alas; al mismo tiempo Judith bajó las pestañas. Solo había que perder una respiración para verlo. En los naranjos del valle se oía ya la lluvia.
-- En las últimas semanas hemos viajado de noche por el desierto -dijo John Ford-, allí abajo, en Arizona. Caía tanto rocío que había que usar los limpiaparabrisas.
Down in Arizona , al oir esas palabras empecé a acordarme. John Ford se sentaba allí, encogido sobre sí mismo y con los ojos casi cerrados. Como esperábamos una historia, nos inclinamos hacia adelante ligeramente, y me dí cuenta de que al hacerlo repetía el ademán con que en sus películas alguien, sin moverse del sitio, inclinaba su largo cuello sobre un moribundo, para ver si aún vivía.
--Contadme ahora vuestra historia -dijo John Ford.
Y Judith contó cómo habíamos venido a América, cómo me había perseguido, cómo me había desvalijado y había querido matarme, y cómo, por fin, estábamos dispuestos a separarnos pacíficamente.
Cuando habíamos acabado de contar nuestra historia, John Ford se rió silenciosamente, con todo el rostro.
-- Ach Gott!! -dijo.
Se puso serio y se volvió hacia Judith.
-- ¿Y todo eso es verdad? -preguntó- ¿Nada de esa historia es inventado?
-- No -dijo Judith-. Todo ha ocurrido.
FIN
Escrito en el verano y el otoño de 1971
Peter Handke "Carta breve para un largo adiós"
Madrid, Alianza Editorial, 1985

sábado, 17 de julio de 2010

Isabelle Huppert, la vie pour jouer.

El actor es como un ciego, que avanza confiado al borde del precipicio

(Isabelle Huppert)

La actriz parisina nacida en 1955, con una carrera cinematográfica que abarca ya cuatro décadas, está considerada como una de las grandes del cine europeo.

Su cabello rojizo, su rostro pecoso y esa expresión que parece a la vez ausente y pasional, son el sello personal de una actriz que comenzó estudiando en el Conservatorio de Arte Dramático y se puso ante las cámaras siendo muy joven. Se benefició del éxito de Los rompepelotas (Bertrand Blier, 1974) y en 1975 fue proclamada promesa del año del cine francés por El juez y el asesino (Bertrand Tavernier, 1975). Dos intervenciones en papeles dramáticos en los siguientes años la colocaron en la primera línea del cine galo. En La encajera (Claude Goretta, 1977), era una heroína trágica, atrapada entre la tradición y la modernidad. En Prostituta de día, señorita de noche (1978) inicia su prolongada y fructífera colaboración con su cómplice Claude Chabrol. Comienza la década de los 80 con Loulou de Maurice Pialat y marchándose a América para integrar el elenco de La puerta del cielo (Michael Cimino). A partir de aquí y hasta ahora, su inagotable energía le hace encadenar un proyecto tras otro sin tener casi ni un instante de descanso, demostrando a lo largo de más de 50 películas su capacidad para hacer frente a los personajes más complejos.

Ha representado la frialdad y la hipocresía de esa burguesía de provincias en la que tanto le gusta hurgar a Claude Chabrol. Pero ha estado estupenda también en la piel de mujeres trabajadoras o de heroínas de época. Quizá le falte aptitudes para la comedia, pero eso aún está por ver.

Bajo una imagen de dureza, frialdad en los gestos, mezcla de fragilidad y calculada fuerza, parece esconder tormentas interiores que ella, cual iceberg, deja aflorar superficialmente con una fina mueca, una mirada furtiva o un gesto aparentemente insignificante. Con Chabrol ha plasmado de manera magistral esa ambigüedad típica de sus personajes, prisioneros entre las apariencias y la abyección. En papeles como La ceremonia (Claude Chabrol, 1995) o La pianista (Michael Haneke, 2001), funciona a la perfección interpretando a mujeres de doble vida a las que nunca llegamos a conocer del todo. Ultimamente parece especializarse en papeles de madres fuertes, luchadoras, que se encuentran muy unidas a sus hijos, en títulos como Ma mère (Christophe Honoré, 2004), Propiedad privada (Joachim Lafosse, 2006), L'amour caché (Alessandro Capone, 2007), Home (Ursula Meier, 2008), Un barrage contre le Pacifique (Rithy Panh, 2008), White Material (Claire Denis, 2009). Lo más reciente estrenado en España es Villa Amalia su quinta película bajo la dirección de Benoit Jacquot, una cinta que ha recibido críticas dispares.


Isabelle Huppert tiene el mérito de haber ganado dos veces el premio a mejor actriz en Cannes (Prostituta de día, señorita de noche y La pianista) y otras dos en Venecia (Asunto de mujeres y La ceremonia).



Filmografía seleccionada:


1974 Los rompepelotas (Bertrand Blier)
1975 El juez y el asesino (Bertrand Tavernier)
1977 La encajera (Claude Goretta)
1978 Prostituta de día, señorita de noche (Claude Chabrol)
1979 Las hermanas Bronté (André Téchiné)
1980 La puerta del cielo (Michael Cimino)
1980 Loulou (Maurice Pialat)
1980 Sauve qui peut (la vie) (Jean-Luc Godard)
1981 Coup de torchon (Bertrand Tavernier)
1982 Pasión (Jean-Luc Godard)
1983 Historia de Piera (Marco Ferreri)
1987 Falso testigo (Curtis Hanson)
1988 Un asunto de mujeres (Claude Chabrol)
1991 Madame Bovary (Claude Chabrol)
1994 Amateur (Hal Hartley)
1995 La ceremonia (Claude Chabrol)
1996 Las afinidades electivas (Paolo y Vittorio Taviani)
1997 Rien ne va plus (Claude Chabrol)
1998 La escuela de la carne (Benoit Jacquot)
2000 Les destinées sentimentales (Olivier Assayas)
2000 Gracias por el chocolate (Claude Chabrol)
2001 La pianista (Michael Haneke)
2002 8 mujeres (François Ozon)
2003 El tiempo del lobo (Michael Haneke)
2004 Extrañas coincidencias (David O. Russell)
2004 Ma mère (Christophe Honoré)
2005 Gabrielle (Patrice Chéreau)
2006 Borrachera de poder (Claude Chabrol)
2006 Propiedad privada (Joachim Lafosse)
2009 Villa Amalia (Benoit Jacquot)

miércoles, 14 de julio de 2010

domingo, 11 de julio de 2010

La vida mancha (Enrique Urbizu, 2003).




Realizada inmediatamente después de La caja 507 y, a diferencia de ésta, mucho más atenta a la psicología y a las emociones de sus personajes que a la acción física, La vida mancha es, como aquella, una interesante película de Enrique Urbizu, un thriller psicológico que explora con precisión la oscuridad y la ambigüedad de los sentimientos de las personas.
Un argumento mínimo, más o menos convencional, encuadra esta película de construcción circular protagonizada por seres normales y corrientes en la periferia de una ciudad cualquiera. En resumen, la vida anodina y feliz de una familia formada por Fito (Juan Sanz), un joven camionero con serios problemas económicos derivados de su afición por el juego; su esposa Juana (Zay Nuba), empleada del INEM, y un hijo pequeño, se ve alterada por la llegada de Pedro (José Coronado), hermano de Fito, que llevaba años sin dar señales de vida.
Cine de gestos y miradas, de rostros, descripción de la nada cotidiana. Película de arquitectura minimalista hecha a partir de modelos cercanos al western -Urbizu la define como un western emocional sin pistolas ni caballos, y reconoce influencias de Raíces profundas y Centauros del desierto- y al thriller, más que al melodrama. Un cine que considera al espectador, activo e inteligente, y le exige el esfuerzo de construir o intuir lo que hay por debajo de lo que ve. El director usa muy bien esa estrategia del iceberg, especialmente con el personaje de Pedro, que encarna la figura del extraño que viene de fuera para sacudir la vida del entorno familiar. Un hombre errante, de pasado oscuro, atractivo, seco y silencioso, que poco a poco se transforma en ángel guardián de la familia de su hermano, mientras se debate en su interior entre la lealtad y el impulso a seguir unos sentimientos amorosos hacia su cuñada, una historia de amor imposible que ni siquiera puede empezar.
La vida mancha no sería lo mismo sin la colosal interpretación de José Coronado, en una actuación contenida, rigurosa, sabiendo mostrar sin mostrar, haciendo fácil lo difícil que es encarnar a un personaje como Pedro, lleno de silencios, al que todo le pasa por dentro porque es un tipo con una gran dificultad para exteriorizar sus emociones.
Enrique Urbizu quiere confiar en la capacidad del espectador para leer entre líneas, en sugerir antes que mostrar. Su puesta en escena es delicada y sin concesiones al drama. Se trata de un film bello, elegante, conciso, de tempo sosegado, y finalmente, muy triste, contado desde la ternura y la comprensión hacia sus personajes, perdedores en el fondo a los que ... la vida mancha.

jueves, 8 de julio de 2010

Mis 30 imprescindibles del cine japonés.

Rashomon (Akira Kurosawa, 1950)

Principios de verano (Yasujiro Ozu, 1951)

Vivir (Akira Kurosawa, 1952)

Cuentos de Tokio (Yasujiro Ozu, 1953)

Cuentos de la luna pálida de agosto (Kenji Mizoguchi, 1953)

El intendente Sansho (Kenji Mizoguchi, 1954)

Los siete samurais (Akira Kurosawa, 1954)

Los amantes crucificados (Kenji Mizoguchi, 1954)

Nubes flotantes (Mikio Naruse, 1955)

El arpa birmana (Kon Ichikawa, 1956)

Buenos días (Yasujiro Ozu, 1959)

La condición humana (Masaki Kobayashi, 1959-61)

El sabor del sake (Yasujiro Ozu, 1962)

El infierno del odio (Akira Kurosawa, 1963)

Nubes dispersas (Mikio Naruse, 1967)

Dersu Uzala (Akira Kurosawa, 1975)

El imperio de los sentidos (Nagisha Oshima, 1976)

La balada de Narayama (Shohei Imamura, 1983)

Ran (Akira Kurosawa, 1985)

Lluvia negra (Shohei Imamura, 1989)

Hana-bi. Flores de fuego (Takeshi Kitano, 1997)

Gohatto (Nagisha Oshima, 1999)

El verano de Kikujiro (Takeshi Kitano, 1999)

El viaje de Chihiro (Hayao Miyazaki, 2001)

Shara (Naomi Kawase, 2003)

El bosque del luto (Naomi Kawase, 2007)

El ocaso del samurai (Yoji Yamada, 2002)

Nadie sabe (Hirokazu Kore-eda, 2004)

Una pareja perfecta (Nobuhiro Suwa, 2005)

Still Walking (Hirokazu Koreéda, 2008)

martes, 6 de julio de 2010

Gene Tierney, la mirada misteriosa.


Un capricho materno, en recuerdo de un tío suyo, hizo que se le bautizara con el masculino nombre de Gene un 20 de Noviembre de 1920 en Brooklyn. Se ha dicho mucho de ella que no era una gran actriz, pero sin duda se le considera uno de esos rostros a la vez hermosos y frágiles, imponentes y quebradizos, que llenaban la pantalla con su sola presencia. Sabía dar a sus directores exactamente aquello que éstos le pedían. Y así fue con realizadores de tanto calado como Henry Hatthaway, John Ford, Joseph L. Mankiewicz, Otto Preminger, Ernst Lubitsch, Fritz Lang, Josef von Sternberg, Michael Curtiz, William A. Wellman ... Su brilante filmografía le garantiza un lugar en la cumbre de las diosas de Hollywood.






Recién terminada su refinada educación en Suiza fue el director Anatole Litvak el que le sugirió ser actriz. Debuta nada menos que con Fritz Lang en La venganza de Frank James (1940) un año después de sus comienzos teatrales y en poco tiempo se convierte en una de las grandes stars de la Fox durante los cuarenta: La ruta del tabaco (John Ford, 1940), El embrujo de Shangai (Josef von Sternberg, 1941), El diablo dijo no (Ernst Lubitsch, 1943), Que el cielo la juzgue (John M. Stahl, 1945), El fantasma y la señora Muir (Joseph L. Mankiewicz, 1947), El telón de acero (William A. Wellman, 1948).





Los mitómanos la recordarán siempre por la enigmática e irreal Laura (1944) de Otto Preminger, que volvería a contar con ella en Vorágine (1949), Al borde del peligro (1949), y ya en el ocaso de su carrera en Tempestad sobre Washington (1962).




Prematuramente retirada del cine, su última aparición sería En busca del amor (Jean Negulesco, 1964) cuando contaba sólamente 44 años de edad. De atormentada vida privada que terminó por perjudicar su carrera profesional (llegó a ser internada en instituciones de salud mental) Gene Tierney, el rostro de la misteriosa Laura, se desvaneció en este mundo (murió el 7 de Noviembre de 1991) casi con la misma sensación de etérea ingravidez que daba en sus mejores películas.





viernes, 2 de julio de 2010

Gilda, palabras como balas.


Gilda (Charles Vidor, 1946)
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Ballin (George Macready): Gilda, te presento a Johnny Farrel. Johnny ... ésta es Gilda.
Gilda (Rita Hayworth): ¡Con que éste es Johnny Farrel! He oido hablar mucho de usted.
Johnny (Glenn Ford): Ah, sí. Pues a mí nadie me ha hablado de usted.
Gilda: ¡Pero, ... Ballin!
Ballin: Quería que fuera una sorpresa.
Gilda: ¿Y ha sido una sorpresa?
Ballin: Ya lo creo que sí. No sabes que cara puso.
Gilda: ¿Le has contado por qué estoy aquí?
Ballin: No, quería que eso fuera otra sorpresa ... Gilda es mi mujer.
Gilda: ¡Agárrese el sombrero señor Farrel! La señora de Ballin Mundson ¿qué le ha parecido?
Johnny: Enhorabuena.
Ballin: No se felicita a la novia, se felicita al novio.
Johnny: Bueno ... pues ¿qué es lo que se le dice a la novia?
Ballin: Se le desea suerte.
Johnny: ¡Buena suerte!
Gilda: Gracias señor Farrel, según mi marido tiene usted mucha fé en la suerte.
Ballin: Hacemos nuestra propia suerte, Johnny y yo.
Gilda: Tendré que probar yo alguna vez. Probaré ahora. Dile que venga a cenar con nosotros, Ballin.
Ballin: Es una orden. Vente, Johnny, dejaremos a Gilda que se vista. Ponte muy guapa, mi amor. Quiero que todos te admiren.
Gilda: Haré todo lo posible. Me gusta dar buena impresión a los empleados. Mucho gusto en conocerle, señor Farrel.
Ballin: Se llama Johnny, Gilda.
Gilda: Oh, perdon, es un nombre tan difícil de recordar y tan fácil de olvidar. Johnny ... eso es, hasta luego señor Farrel.
Johnny: Hasta luego señora Mundson.