martes, 16 de junio de 2009

Una de John Wayne.





Marion Michael Morrison era un fornido mozo de 18 años criado en California que servía para todo en los estudios Fox. Podía hacer de carpintero construyendo atrezzo, cuidar de los caballos que actuaban en los westerns o transportar decorados al set. Así, no fue nada extraño que en una de John Ford se dejara ver como extra. De ahí a ser actor de reparto del estudio con el nombre de Duke Morrison (por eso luego se le conocería con ese mote) no había más que un paso.



En 1930, a la tierna edad de 23 años, el muchachote de Iowa tiene su primer protagonista con La gran jornada (Raoul Walsh). Le seguirán montones de westerns de Serie B rodados en muy pocos días, hasta que se le vuelva a cruzar en su peculiar caminar John Ford y le dé el personaje de Ringo Kid en La diligencia (1939) punto de inicio de su viaje a los cielos del género americano por antonomasia. John Wayne será a partir de aquí El Hombre del Oeste, como el título de aquella película de Anthony Mann con Gary Cooper. De limitadas cualidades interpretativas pero de una solvencia ilimitada ante una cámara, el Duque es el héroe varonil, aventurero y machista cuyo contexto está formado por verdes praderas, cielos inmensamente azules, desérticos territorios, ríos bravos .... En ellos pasea su imponente figura y su extraña forma de andar. Como icono del western debe su figura al maestro y amigo Ford (Three Godfathers, 1948 ; Fort Apache, 1948 ). Ese héroe de una pieza -el jinete aventurero o el soldado del Séptimo de Caballería- irá evolucionando paso a paso hacia personajes más rugosos. Con el tiempo las epopeyas serán menos heroicas, los héroes se cansan de serlo. Y en eso llegamos a Centauros del desierto, indiscutible obra maestra fordiana en la que ya no hay héroes sin aristas, o mejor dicho, no hay héroes. Ethan, el vaquero de la camisa a cuadros rojos y blancos, es un desarraigado, un racista, un ser lleno de odio y sed de venganza, un apátrida condenado a vagar. Es ésta una película de cambio, de ruptura, sin la cual no se hubiera podido llegar a El hombre que mató a Liberty Valance (1962) en la que John Wayne asume una imagen hermosamente legendaria. Pero Duke podía ser también un hombre tranquilo, un yankie en Irlanda en busca de sosiego, en la arcadia del Innisfree soñado por su colega Ford.




El otro gran cineasta que extrajo de Wayne pepitas de celuloide fue el maestro Hawks. Don Howard le encomendó una de sus mejores interpretaciones en Río Rojo (1948) y aportó su sabiduría al tono crepuscular y nostálgico de los papeles del Duque en sus últimos años en la profesión. Río Bravo y El Dorado son elegías a un tiempo que está dando sus últimos coletazos y Hawks sabe filmarlo con suave sarcasmo y fina melancolía.

John Wayne no tiene matices. Es un actor que es un género en sí mismo, y ha sabido triunfar con la complicidad que ha planteado desde el principio de su carrera con el público. Ya sea cine bélico, comedias de aventuras como las deliciosas Hatari y La taberna del irlandés, o un melodrama militar como Escrito bajo el sol, los espectadores desde los años 30/40 han sabido cómo era una película de John Wayne. Ideológicamente el Duque es también un hombre sin matices representante de esa derechona patriotera que venera a gente de la calaña de los Bush, papá e hijo. Pero mejor nos quedamos con el personaje antes que con la persona, donde esté la leyenda ¿para qué perder tiempo con la realidad?

Y de qué otra manera podría terminar su filmografía sino con un film titulado El último pistolero, un evocador canto de sirena de un género, una manera de actuar y filmar que ya eran pasto de la Historia.


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